Sus navegantes descubrían nuevas tierras con cada barco que zarpaba, sus soldados las exploraban e imponían la autoridad de sus monarcas a los nuevos ciudadanos del Imperio, llevando consigo su cultura, su lengua, sus leyes y su religión.
Sus políticos gobernaban el mundo.
Empeñados en estériles guerras de religión, en fastos inútiles, dejando el gobierno de la Nación en manos de validos y funcionarios corruptos, dando fueros y privilegios absurdos a clérigos y nobles, sus reyes fueron dilapidando a manos llenas las riquezas y tesoros que llegaban allende los mares.
El no trabajar para ganarse el sustento era tenido por punto de honra y hasta el más vulgar bribón se apellidaba de hidalgo. Siendo puntillosos en la guarda de las fiestas religiosas, no quedaba día laborable alguno a lo largo del año. Mal vistos los negocios y el comercio, por ser propios de judíos (la limpieza de sangre era imprescindible para sobrevivir), nadie trabajaba.
Lógicamente llegó la ruina del Imperio y los ciudadanos de los dominios más alejados de la metrópoli se independizaron, lo que sumió a los habitantes del viejo reino en una gran depresión.
Mientras tanto, grandes revoluciones habían recorrido el mundo.
Nuevas ideas políticas, religiosas y científicas se difundieron por el planeta cual viento huracanado. La invención de la máquina de vapor dio paso a florecientes industrias. La religión dejó de ser el centro de gravedad alrededor del cual giraba la sociedad.
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